Hace unos días, muy pocos, con motivo de mi aniversario, decidí, aprovechando uno de estos extraordinarios días de luz y de color que nos brinda la primavera, salir a comer con mi mujer y con dos de mis hijos, los más pequeños, de 11 y 14 años.

Elegimos, para probar, un sitio nuevo que, cómo no, habíamos descubierto por internet. Su nombre contribuyó en la elección: “El Siglo de Oro”. Éste era el nombre de un hotelito rural situado a escasos kilómetros de la ciudad en la que habito.

Ofrecían, como carta de restaurante, un buffet libre a un precio razonable: 15 euros por persona.

Siempre un sitio nuevo conlleva un riesgo, pero es una buena manera de experimentar, de romper la rutina.

El lugar era pequeño, apenas 16 mesas para un máximo de 50 ó 60 comensales.

El buffet era variado, nada extraordinario, pero limpio, bien presentado, distribuido correctamente y supervisado y vigilado por un amable camarero pendiente de que no faltara de nada y dispuesto a ayudar a todas aquellas personas dudosas respecto a la comida o al lugar donde encontrar  un chuchillo de postre, el pan o un sobre de sacarina.

Sin embargo, de todo lo que aprecié en ese primer golpe de vista crítico y panorámico  que todos realizamos al estar en contacto con algo nuevo, hubo algo que me llamó la atención sobremanera por la pedagogía (al menos yo así lo percibí) que encerraba.

A lo largo de las mesas donde se exponían los diferentes platos (entrantes, fritos, asados, postres…) habían colocado unos cartelitos tamaño folio en los que podía leerse lo siguiente:

“Pueden comer cuanto quieran, pero quien, por servirse en exceso, deje comida en los platos, deberá abonar un suplemento de 4€”

Me vino repentinamente a la memoria el buffet de los hoteles de playa donde, a la hora de servirse, la familia al completo, con un ansia incontrolada, con unas prisas propias de la llegada del fin del mundo, se abren paso  hacia  la comida y cual enterrador echando paladas sobre el ataúd con el fin de apagar cuanto antes la tristeza y el sufrimiento de los condolientes, van llenando y llenando sus platos mezclándolo todo (arroz, espaguetis, croquetas, patatas fritas…) formando una montaña sólida, encrespada y variopinta de donde rebosa todo cual  lava de un volcán en erupción.

Comen, engullen, devoran, pero siempre, a la hora de recoger, vemos platos con la mitad de la paella sin tocar, porciones de pizzas enteras, filetes y porciones de pescado impolutos.

Y mientras, millones de hombres, mujeres y niños padecen escasez de alimentos, hambre, algunos, incluso,  mueren de inanición.

4 € por cada croqueta entera que dejemos, por cada filete que no toquemos, por cada trozo de tarta que apartemos a un lado del plato…seguro que nos haría reflexionar y pensar antes de servirnos cuando vayamos a ese restaurante donde bajo el principio “buffet libre”, parece como si estuviéramos obligados a sobrecargar nuestros platos, a pretender comer lo impensable y a tirar, como es lógico, toneladas de comida que van a parar a bolsas de basura, contenedores y estercoleros municipales.

Desde luego, mis hijos aprendieron la lección. Pablo, el pequeño, aunque una de las croquetas que se sirvió no había culminado aún su proceso de descongelación, no puso reparaos y la comió. Sólo después nos enteramos. En cuanto al resto de los comensales, la respuesta fue igualmente positiva. En los platos poca cantidad y mucha variedad. De tirar comida, nada. De despilfarro, menos.

No sé si los cartelitos fueron los causantes o no del éxito alcanzado, pero lo cierto es que, si así fuera, qué gran pedagogía la de las personas que tuvieron tan genial idea.

José Manuel Romero