Mejor, ni oír hablar de algunos temas. Un sábado del mes de junio. Ocho y veinte de la mañana, exactamente las ocho y veinte (tomé nota de este dato por si en un futuro pudiera resultar importante dada la trascendencia de lo que a esa hora y ese día sucedió). Desayunábamos en familia (saludable costumbre adquirida hace ya algunos años y que desde aquí  invito a todos para que la hagáis vuestra).

Los fines de semana pretendemos que sean mágicos. Para ello, todo comienza el sábado a la hora de desayunar. Es, sin lugar a dudas, el momento más especial del día. Somos madrugadores y, sin necesidad de usar despertador, nos levantamos temprano.

Solemos comenzar el desayuno en torno a las ocho de la mañana y nos regalamos a nosotros mismos  una hora en la que hablamos de temas variados; si bien es cierto que, tal vez por deformación profesional, la educación y la enseñanza suelen estar siempre presentes en nuestras conversaciones. Proyectamos viajes, hacemos planes para el futuro más inmediato. A veces recordamos momentos especiales del pasado. Discutimos, incluso levantamos la  voz acaloradamente. En cualquier caso son momentos irrepetibles, transidos de una intensidad emocional absoluta.

Pues bien, podéis imaginaros el clima, la emoción del instante, el espacio testigo de un pequeñito,  pero gran trozo de nuestra historia más íntima; cuando, como el intruso en casa ajena, como ese rayo de sol que entra sin avisar y nos deslumbra y ciega, surge en medio de la conversación, aprovechando una milésima de segundo de tiempo muerto, la voz de mi hijo pequeño diciendo: “Papá, de mayor yo quiero ser político”.

Nos miramos todos, casi como con miedo a reaccionar, a dar rienda suelta a nuestros impulsos oratorios. De inmediato, se produjo un vacío, un silencio pleno en el que estampamos la firma de un acuerdo tácito cuya única y principal cláusula era:el respeto universal se hace imprescindible para evitar cualquier  tragedia. Mutismo total, parálisis general. Ni un solo gesto que pudiera delatarnos. Nunca antes el nihilismo, la nada omnipresente,  omnisciente y todo poderosa había hecho tal acto de presencia en nuestra casa.

Porque, ¿qué le dices a un niño que pronuncia tan sobrecogedoras palabras en medio de ese momento mágico que tanto y tanto os ha costado construir, refugio y santuario de lo más entrañable de una familia?

No hay palabras, tampoco gestos, ni tan siquiera a respirar te atreves por miedo a ser mal interpretado. Tan solo como último estandarte, como única arma que tienes para defenderte, piensas (incluso en el acto de pensar  temes  ser adivinado en tus pensamientos)  qué habrás hecho tan mal, en qué te habrás equivocado, cuál habrá sido tu error para que ahora tengas que pagar por ello. Y como Cristo en la cruz, impotente y mostrando su cara más humana, consciente del final que se aproxima, exclamas: “¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado!”.

José Manuel Romero.