En tan poco tiempo ha cambiado tanto y tanto una sociedad que los más progres considerábamos moderna, que uno empieza a cuestionarse si, al igual que sucediera en la generación de nuestros padres y abuelos, los cambios que caracterizan esta nueva etapa de la historia, nos han pasado por encima y hemos perdido el tren que nos conduce a la modernidad. Esa modernidad entendida como actitud que nos permite entender, comprender, aceptar y comulgar con los principios que la definen y sobre los que se sustenta el presente.

Digo esto a pesar y porque pertenezco a una generación rompedora, rebelde hasta el extremo más absoluto, reivindicativa y siempre a la vanguardia del cambio y del progreso.

Soy padre de tres hijos de diferentes edades, docente, orientador pedagógico y, sobre todo, una persona preocupada, casi obsesionada diría yo, por la educación. Me toca, pues, jugar papeles diferentes, aunque es cierto que todos, si os fijáis bien, tienen, precisamente como denominador común, la tarea de educar. Llevo haciéndolo muchos años. En estos años los premios y los castigos han estado presentes y, como tal, los he utilizado en mi afán por educar a mis hijos. Y en ese afán, antes de aplicarlos, he sopesado minuciosamente los pros y los contras, las ventajas y desventajas, su conveniencia o no, las repercusiones negativas que pudieran generar y los logros y éxitos que, gracias a ellos, pudieran conseguirse. Resultado: premiar he premiado mucho, a veces demasiado, al igual que estoy seguro les ocurre a muchos padres de mi misma generación. ¿Exceso de permisividad? Es éste un tema que daría para más de un post y no es ahora el momento. Castigar he castigado mucho. También, probablemente, como muchos de vosotros. ¿Exceso de disciplina, de rigor, de actitud estricta? En esto (los castigos) he chocado enormemente con mis hijos, con mi mujer incluso, por supuesto con los abuelos, con amigos, con conocidos…Casi con la sociedad al completo. Y ante esta situación, uno que, como digo, pertenece a una generación en la que había que romper (no ya transformar, no, sino romper y romper) empieza a cuestionarse si no se estará equivocando no ya un poco, sino de medio a medio. Tal vez. Es una duda que me persigue constantemente, que me asalta día a día y que hace que, a veces, el modelo construido minuciosamente respecto a la educación de los hijos, se tambalee y amenace con venirse abajo y destruirse por completo.

Sin embargo, el otro día, sentados a la mesa, en familia, mi hija de quince años (¡edad tremenda donde las haya!) pronunció unas palabras que reconfortaron mi ánimo y que pusieron, al menos, un halo de luz sobre esa duda que me persigue.

Hablábamos del colegio, de los exámenes, de las notas…y entonces ella exclamó libre y espontáneamente: “Pues os digo una cosa: si papá no me hubiera castigado tantas veces, yo hubiera sacado muchísimas peores notas”.

¡Hija de mi vida!, no sabes cuánto, cuantísimo has conseguido con esas pocas, pero benditas palabras. Tanto que mi duda existencial casi desaparece, se difumina. Tanto tiempo invertido en descubrir mi equivocación o mi acierto y vas tú y, de un plumazo, ¡zas!, dicho y hecho. Problema casi resuelto. Te quiero como a un ángel. Me has proporcionado, además, el arma que necesitaba para defenderme ante aquellos que me atacaban y me tildaban de anticuado, de excesivamente estricto, de poco reconciliador, de padre inadaptado a los nuevos tiempos modernos.

Gracias, gracias, gracias. Me siento liberado de una carga que se me iba haciendo más y más pesada e insufrible cada día. Ahora empiezo a creer que los castigos, también hoy día, sirven para algo.

 

– José Manuel Romero Vicente.