Me es fácil recordar ahora aquel lejano día del que se cumplen hoy más de dos mil quinientos años.

El lugar, una isla griega del mar Egeo. Sus casas blancas, su cielo azul. Rodeada de un mar de aguas limpias, tranquilas, silenciosas… y a cuyas playas aún hoy siguen llegando retazos de historias hermosas acaecidas hace ya muchos, muchos, muchísimos años.

Por sus calles estrechas, inundadas de una luz mágica, natural; impregnadas aún del perfume que la diosa Hera, quien fuera luego esposa de Zeus, dios de dioses, dejara en ellas al nacer allí casi en el origen de los tiempos; por sus calles, digo, puedo recordar la silueta de un hombre de edad incierta, estatura media, su cuerpo cubierto por una fina y larga túnica color blanco y sus cabellos envueltos en un turbante del que apenas asoman algunos hilos grises que mueve el viento a esta hora ya cercana al crepúsculo del día.

Camina lento, solitario, arrastrando suavemente sus pies calzados por esas sandalias de suela de corcho y sujetas por cintas de cuero tan de moda en esos tiempos.

Mis ojos no alcanzan a ver su rostro, pero hay algo inexplicable, misterioso, enigmático a su alrededor que deja un halo, una estela en su caminar por esas calles empedradas, toscas y abruptas de la ciudad que un día, seguro que azul y limpio, le vio nacer hace ahora tantos y tantos años…

El nombre de la isla es Samos. El de nuestro hombre, el filósofo, pensador y matemático Pitágoras.

Noticias fidedignas en torno a su vida y a su figura nos han llegado pocas. ¿Hijo de Mnesarco y de Pythais? ¿Tañedor de la lira y poeta? ¿Viajero incansable (Mileto, Fenicia, Egipto, Delos, Creta… hasta su muerte en un pequeño lugar al sur de Italia)? ¿Fundador de una escuela filosófica y religiosa (los matematikoi)?…

Nada de todo esto puedo asegurar que sea cierto. Nada de ello, por otra parte, me importa; tanto si fue verdad como si de una historia inventada se tratara.

Tan solo sé, y puedo dar fe porque yo estaba allí cuando ocurrió, que aquella tarde, cercana ya la hora en la que el sol se esconde, caminando despacio por las encrespadas calles de una ciudad bañada por el sol e iluminada por el reflejo del azul del mar; un hombre de estatura mediana, de edad incierta y cuyo cuerpo está cubierto de una fina y larga túnica de color blanco, deja escapar con tono grave, hondo, procedente de las raíces más profundas del conocimiento y del saber, diez palabras, tan solo diez palabras que desde entonces y de esto hace ya muchos, muchos, muchísimos años, forman parte de mi vida y son el estandarte que me mueve y me impulsa a seguir defendiéndolas como un idearium, como una doctrina que me acompaña siempre, cual  sombra de mi sombra, cual  fieles compañeras hasta el final de mis días:

“Educad a los niños y evitaréis castigar a los hombres”.

 

José Manuel Romero Vicente