No es la primera vez que, en labios de madres de mi generación, escucho una frase de una crudeza tal que, disparada como un misil, sería capaz de destruir el mundo: “hemos engendrado auténticos monstruos”. Me cuesta pensar que sea cierto al mismo tiempo que ni quiero ni puedo resignarme a creer que sea verdad.

Ante tal afirmación, nosotros que nos preocupamos por seleccionar profesores particulares que se adapten al perfil de los alumnos y que, como profesores a domicilio, puedan conectar totalmente con los alumnos con el fin de proporcionarles la ayuda que precisan, ¿en manos de qué profesor pondríamos a un alumno así para impartir clases particulares y qué técnicas de estudio serían de aplicación en estos casos?

Ni somos, los padres de nuestra generación, del todo culpables ni somos del todo inocentes. Algo de culpabilidad y de inocencia se encierra en la mayoría de nuestros actos y decisiones con las que vamos haciendo futuro, nuestro futuro.

Es cierto que la sociedad actual es la sociedad que hemos ido formando a lo largo de estos últimos años y de eso sí somos responsables (no vamos a decir que culpables) por lo que sería injusto no asumir la responsabilidad que nos toca.

Dicho esto, tal vez sería más correcto hablar de “fabricar” en lugar de utilizar el término “engendrar”. Nuestros hijos son el producto, el resultado final de lo que, un año tras otro, desde el primer instante en el que los engendramos, hemos ido, como padres, modelando y creando hasta nuestros días.

Sin embargo, en lo que quiero hacer hincapié es que en esta tarea de modelar, de crear que no es otra que la de educar a nuestros hijos, cada vez somos menos independientes, cada vez estamos más mediatizados por la sociedad a la que pertenecemos y que, por otra parte, también hemos ayudado a construir. Cuántas veces ante la oposición (el enfrentamiento incluso) de nuestros hijos por haberles negado algo que nos pedían con insistencia nos hemos hecho la pregunta de “¿seremos nosotros unos padres raros”? Y es ése el momento en el que comienza a tener lugar nuestra debilidad, nuestro exceso de permisividad tan letal para nuestros hijos.

Los padres queremos siempre lo mejor para ellos. Su felicidad la hacemos nuestra y su dolor lo sentimos tanto o más que ellos mismos.

¿Por qué, entonces, esa frase tan aterradora, tan destructiva, tan demoledora? ¿Habremos fallado en lo más esencial, en los aspectos clave en la educación de nuestros hijos, en la enseñanza de esos principios, de esos valores que marcan tendencia y definen la familia como el núcleo en el que se fundamenta la sociedad?

Tal vez demasiados interrogantes y muy pocas o ninguna respuesta concluyente. La historia, como siempre, será la encargada de definir, de juzgar y responder a todo y de todo ello.

José Manuel Romero.