Hace unos días, me llamaron de una Fundación cuyo nombre no diré para preservar su identidad. Solicitaban un proyecto de campamento de verano para unos niños en situación digamos “especial”.

Como suelo hacer habitualmente, solicité algunos datos necesarios para trabajar sobre ello. Tengo que decir que mi interlocutora era tremendamente amable y se notaba que sonreía mientras hablaba.

«Verá, estos niños no pueden hacer deporte, tampoco les puede dar el sol, su movilidad está bastante limitada por cables, y la comida apenas tiene sabor para ellos». Sin embargo tenían la necesidad de vivir las mismas circunstancias que el resto de los niños y, claro está, si era época de vacaciones, de alguna manera tenían que notarlo aunque su realidad fuese bien diferente.

Estábamos hablando, como ya habréis imaginado, de niños con tratamiento oncológico.

Perpleja ante el reto, lo primero que hice fue documentarme sobre los procesos psicológicos por los que pasan los niños en estas circunstancias. Entre todo ello descubrí que una de las cosas que tal vez más les preocupa es pensar que se están quedando atrás en la escuela a pesar de recibir clases en el hospital.

Mi agradable interlocutora me había advertido que querían un proyecto lúdico, pero didáctico.

Ya lo entendía, tenían que sentir que aprendían.

Dándole muchas vueltas, caí en la cuenta de que no tenía que ir muy lejos para encontrar el proyecto adecuado. Lo tenía más cerca de lo que yo pensaba. Se llamaba “La vuelta al mundo en 40 días”.

Los niños iban a cruzar los continentes y los mares, iban a conocer las capitales más importantes, aprenderían a saludar en muchos idiomas, subirían a las cumbres más altas, y bucearían por los océanos. Viajarían en avión, tren y barco. Prepararían pizzas, crêpes, hamburguesas… Pero sobre todo iban a tener su examen final con “duras calificaciones” igual que en el colegio.

 

Consuelo Sepúlveda.